Desde los años ’70, la práctica de la pintura fue perdiendo espacio en el ámbito de las artes visuales.
Reina indiscutida de este territorio durante siglos, en adelante, otras prácticas y tecnologías le disputaran y le ganaran su plaza.
Podemos preguntarnos entonces por su actualidad a partir de dos series de interrogantes.
Por una parte, desde aquellas preguntas que interpelan los cambios operados, por ejemplo, si ¿se trata del ingreso de nuevas estéticas en el campo del arte? O de saber si ¿estamos frente a un cambio de paradigma de lo que, hasta los años ’50, llamábamos arte? O, en cambio, lo que emerge con fuerza es un cambio de era tras el cual la historia del arte se habría vuelto imposible tras haberse roto el hilo narrativo de la historia que tejía la relación entre tiempo y obra.
Por la otra, aquellos que indagan en la posibilidad misma de la práctica de la pintura: ¿ha quedado acaso inevitablemente atrapada en la pura repetición de recetas modernistas? ¿Puede aún decir “algo” de algún “nosotros” o, por el contrario, resta confinada a decir una época que ya no es más la nuestra?
Sin respuestas definitivas en la cuales guarecerme, a la intemperie, me aferro aún a practicarla. A ejercer la pintura como una práctica escritural, como un procedimiento de borradura, de tachadura.
Donde tachar resulta un recurso grafico-retórico, es decir, su mostración y, en el mismo gesto, deviene un procedimiento de “des-estetización” del hacer pictórico. Tachar la pintura como reapertura del juego de la pintura, como huella del deseo de lo inimitable y como apertura a la posibilidad de un sentido.